martes, 30 de junio de 2009

El ocaso

Aún no tiene cuatro meses y ya ríe a carcajadas. No sabes si es pronto para comunicarse de ese modo o por el contrario ha resultado tardía, pues desconoces la escala de las alegrías infantiles. A ti te parece una risa temprana, tal vez demasiado escandalosa para un cuerpo tan pequeño. Comienza alzando la barbilla y abriendo mucho la boca; te muestra, franca, las encías, al tiempo que arruga la naricita y achina un poco los ojos, como dejando sitio para que salga esa especie de tos ronca y divertida. Esperas observando su sueño tranquilo, sus manoteos nerviosos, algún tierno balbuceo, incluso el leve mohín que precede su llanto; esperas con devoción esa risa luminosa que te arregla el día. Lo que nunca espera un padre es sostener a su hija muerta entre sus brazos, aunque la muerte sea disfraz de un minuto y después se retire burlona. Ese minuto fatal se inicia con el grito de la madre desde la sala contigua. Ella ya lo ha vivido, aterrada la ha agitado, le ha soplado en la cara, ha hurgado en la pequeña boca de risa ausente. «La niña, la niña, por Dios, le pasa algo a la niña». Corres hasta ellas y arrancas a tu hija de las manos tensas de su madre. Parece un trapo, flácida, ausente. No puedes pensar, solo actúas; rápido, prueba y error. La sostienes bocabajo y zarandeas el cuerpecito de muñeca rota. «Mi hija, mi hija, se muere mi hija». Rápido; la volteas con brusquedad y te lanzas al sofá; se fija en tu retina su mirada azul perdida, desenfocada, su pecho inmóvil, un instante tan solo para mirarla; rápido. Rodeas con tus labios su nariz y su boca e insuflas, quizá demasiado fuerte. Sus pulmones se hinchan como un globo, media cara se pierde entre tus dientes. Que te como mi niña, que te como; quieres pensar que es un juego. Soplas de nuevo. Vuelve, vuelve cariño. A la tercera regresa el aire a tu boca con una tos ahogada, exhausta. «Gracias Dios mío, gracias, que la he visto muerta, que estaba muerta mi niña, Dios mío». Y esa tos pequeña torna a respiración pausada, no me asustes más hija mía, torna a risa luminosa. Entonces es cuando te aflojas, tras ese eterno minuto que trajo canas a vuestros cabellos, y maldices a Dios, descreído. Maldito por no ofrecerte siquiera un canje, por no fulminarte a cambio de aire para tu bebé. Entonces escuchas el tímido agó, despreocupado, conque se abre paso la vida y abrazas a la madre, llorosa, pensando que ya no es de vosotros de quien se trata.