En la almazara de los Clavijo cinco pequeños escuálidos forman ante la boca de un trujal. Secan con las mangas renegridas el sudor de sus cabezas rapadas. Un hombre fuerte sostiene la soga. Apoya con firmeza un pie en el saliente de la tapa, se encorva y tira. Sale un niño pálido y desmadejado. De inmediato el primero de la fila se anuda la cintura, coge el estropajo y es bajado al infierno, donde frota las paredes con prisa hasta percibir que el desmayo es inminente. Entonces agita la soga y es izado. Dos o tres minutos, es un chico fuerte, soporta bien el calor asesino. Una vez fuera el compañero anterior, ya recuperado, le ayuda a tumbarse y le arroja el agua de un cubo sobre la cabeza. En unos segundos pasa el mareo y el chico prepara el cubo para el siguiente, que ya trabaja dentro, mientras el que le asistió pasa a ocupar el último puesto de la fila.
¡No veo, no veo, mierda, no puedo ver nada!
El hombre se asoma y comprueba que las velas siguen encendidas. Asustado agarra con una mano el cuello del que espera su turno. Mano enorme, áspera. Que dónde ha estado metido ese, que te voy a tener dentro un cuarto de hora, que no me cuentes historias, o me lo dices o no lo saco hasta que reviente. Comienza la soga a agitarse en la otra mano, igualmente callosa, del hombre que no cede. Siguen los tirones, desesperados, está intentando trepar. Los gritos cada vez más ahogados. Que va a ser por el calor, seguro, que es la primera vez que entra, que antes estaba en la criba pero hoy nos faltaba un refuerzo. El hombre suelta la soga y mira desafiante al interrogado. Tú verás. Se rinde. Lo suelta de corrido. Que salió fuera, a las Peñas de Castro, a por espárragos, que lo subas, por Dios.
¡Joder! ¡Llamad a don Francisco! ¡Rápido!
Y el molinero que está cerca se apura hasta el despacho, desde el que ya llega Francisco Clavijo, enfadado, apretando el bigotito con una pinza de sus dedos. Que no son formas, que a él prisa no le mete ni su santa madre. El hombre se quita la gorra y humilla la cabeza. Que es por el de dentro, que dice que no ve y éste, señala al compañero tembloroso, asegura que salió de la ciudad para coger espárragos. No sale un ruido del trujal. Clavijo se asoma y lo ve desmayado en el fondo. Que si vio a algún infectado, que no me vengas con tonterías que te suelto a los perros. Y el chico que no, que no se encontró con nadie, y que es verdad, que es por el hambre, que las gachas del hospicio no dan para limpiar trujales. Cómo coño sale un mierda de éstos, de qué nos sirve la muralla, de qué los vigías. Confiesa ya sin reserva. Que arriba de los Escuderos hay un ángulo muerto que el vigilante de la puerta de la Alcantarilla no puede controlar, que le ayudamos a subir y a cambio nos dejaba comer algo de lo que apañase, que para la vuelta dejamos preparada una cuerda. Clavijo se retira resoplando en busca de sus guardas. Que me saquen a esos cinco de la ciudad, que los metan en un Land Rover y que procuren no tocarlos, que ya hablaré yo con Lascano ¿Y el de dentro? A ese le echan la soga encima. Y sellen el trujal.