jueves, 20 de septiembre de 2007

¿Por qué calla Pedantín?

Su última entrada: 29/06/2007








Debe ser cierto lo de

Primum vivere, deinde philosophari.

y se ve que al chaval lo tiene el jefe puteado, hartándose de dar horas para poder comer.


A ver si con la cita en latín se nos anima, o con un microrrelato absurdo de El Volti:


¡Que susto más grande! mi esposa gritando que corte el peral en el que anoche me ahorqué; dice que le da miedo el ruido que hace el viento al mecerlo; y yo aquí colgando, con los pies hinchados y la polla tiesa; si por lo menos me acercara la motosierra...

jueves, 13 de septiembre de 2007

Mi delito favorito

«Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera donde yo estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Habría tenido que pagarle sus tres meses. Además habría sido muy capaz de echarme el mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.»

Max Aub. Crímenes ejemplares (1955)

miércoles, 12 de septiembre de 2007

La bruja de la calle de Fuencarral

(Las noches lúgubres - Alfonso Sastre)
Desde que me establecí en este pisito de la calle de Fuencarral he tenido algunos casos extraordinarios que me compensan sobradamente de la pérdida del sol y del aire; elementos, ay, de que gozaba en los tiempos, aún no lejanos, en que desempeñaba mi sagrado oficio en Alcobendas. Y cuando digo que tales casos me han compensado no me refiero sólo, desde luego, al aspecto pecuniario del asunto (tan importante sin embargo), sino también a la rareza y dificultad de algunos de esos casos; rareza y dificultad que han puesto a prueba —y con mucho orgullo puedo decir que siempre he salido triunfante— la extensión y la profundidad de mis conocimientos ocultos y de mis dotes mágicas.
Pero ninguno de ellos tan curioso como el que se me ha presentado hoy a media tarde. Voy a escribirlo en este diario mío, y lo que siento es no disponer para ello de una tinta dorada que hiciera resaltar debidamente la belleza de lo ocurrido, que más parece propio de una buena novela que de la triste y oscura realidad.
Era un muchacho pálido. Cuando se ha sentado frente a mí en el gabinete que yo llamo de tortura, sus manos temblaban violentamente dentro de sus bolsillos. Ha mirado la cuerda de horca —la cual pende del techo— con un gesto de mudo terror y he comprendido que lo que yo llamo la "preparación psicológica" estaba ya hecho y que podíamos empezar. Después, él ha mirado la bola de cristal; que no es, ni mucho menos, un objeto mágico —no pertenezco a la ignorante y descalificada secta de los cristalománticos—, sino una concesión decorativa al mal gusto, a la tradición y al torpe aburguesamiento que sufre nuestra profesión, otrora alta y difícil como un sacerdocio, viciada hoy por el intrusismo oportunista de tantos falsos magos, de tantos burdos mixtificadores. ¡Ellos han convertido lo que antaño era un templo iluminado y científico en un vulgar comercio próspero e infame!
He dejado (en el relato, no en la realidad) al joven mirando la bola de cristal.
Prosigo.
El joven miraba fijamente la bola de cristal y yo le he llamado la atención sobre mi presencia, santiguándome y diciendo en voz muy alta y solemne, como es mi costumbre: "En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo". "Cuéntame tu caso, hijo mío", he añadido en cuanto he visto sus ojos fijos en los míos cerrados como es mi costumbre, pues es sabido que yo veo perfectamente a través de mis párpados; lo cual, sin tener importancia en realidad, impresiona mucho a mi clientela cuando describo los mínimos movimientos de mis visitantes. El relato del joven ha sido, poco más o menos, el siguiente: "Estoy amenazado de muerte por la joven María del Carmen Valiente Templado, de dieciocho años, natural de Vicálvaro (Madrid), dependienta de cafetería, la cual dice haber dado a luz un hijo concebido por obra y gracia de contactos carnales con un servidor; el cual que soy de la opinión de que la Maricarmen es una zorra que anda hoy con uno y mañana con otro y que lo que ahora quiere ni más ni menos es cargarme a mí el muerto —o séase, el chaval.
"Mi nombre es Higinio Rosales Cruz, de veintinueve años, natural de Getafe, de profesión oficial de churrería, con domicilio en esta capital, en el Gran San Blas, donde tiene usted, señora bruja, su propia casa si de ella hubiere menester.
"Mi caso es que pretendo desgraciar a la Maricarmen de modo que me deje en paz la condenada, para lo cual después de leer algunas obras norteamericanas —que en esto, como en otras técnicas, los yankis van a la cabeza— me he fabricado esta estatuilla de cera que representa a la andova en pelota viva tal como yo la he tenido en la cama sin que a ella, que es una sinvergüenza, le diera ni una pizca de garlochí; y vengo con la pretensión de que usted le endiñe, que usted sabrá el cómo y de qué manera, algún alfilerazo mortal, de modo que la tía golfa abandone esta jodida persecución y me deje en la misma paz que para usted deseo; y hablando así no hago, con perdón de la mesa, más que seguir fielmente la doctrina pontificia de que nos dejemos en paz los unos a los otros."
A lo cual yo he respondido levantándome y yéndome derecha al acerico; entre las cabezas multicolores he elegido una roja y la he clavado con el debido ritual, en el sexo de la estatuilla, no por hacerle daño, sino tan sólo para impedir a la perdida que continuara su desordenada vida sexual; y acto seguido he penetrado en mi sancta sanctorum y he cogido con las pinzas de plata una de mis arañas locas, la cual la he introducido en una bolsita de cuero, cuya boca he atado con un cordel.
Otra vez en la cámara o gabinete (siempre con los ojos cerrados, como es mi antiquísima costumbre), he puesto al cuello del joven el amuleto diciéndole: "Has de llevar esta bolsita, que contiene una sagrada piedra, sobre tu pecho, durante tres días y tres noches; ni una más ni una menos; pues ésta es la garantía de que esa tal desista de su persecución". Y (una vez abonado en caja el importe de la consulta) he acompañado al joven a la puerta y le he deseado, al despedirle, todo género de bienandanzas.
A esta hora en que escribo el joven quizás esté durmiendo. Es seguro que no se ha dado cuenta de que no es una piedra, sino un peludo insecto lo que lleva en la bolsita sobre su pecho. (Estas arañas locas mueven sus patas suavemente hasta el momento del ataque.) Ahora, por la noche, la araña conseguirá (por virtud de su ataque lunático) salir de su encierro; se paseará a su antojo, silbando como acostumbran, por el desnudo cuerpo del muchacho, y morderá por fin en algún lugar propicio —probablemente el pubis— con su repugnante mandíbula que es, por otra parte, una mortal fuente de veneno. El joven morirá seguramente al amanecer entre atroces dolores lo más seguro abdominales.
Yo me he quedado aquí, desvelada. He cogido en mis manos la muñequita de cera. Su rostro se parece, inexplicablemente, al de mi hija pequeña, la cual murió hace un año por su propia voluntad, pues se cortó las venas en el cuarto de baño de una modesta pensión de Tetuán de las Victorias. Era camarera en un bar de la Ciudad Jardín.
En la autopsia se descubrió que estaba embarazada. Ahora beso la frente de la muñequita y lloro.
http://www.sastre-forest.com/sastre/pdf/lasnocheslugrubes.pdf

BARÇA-ATHLETIC


viernes, 7 de septiembre de 2007

Recomiendo

Hernan Casciari tiene muchos blogs. Uno es Orsai, y hace poco lo incluí en mi agregador a raiz de leer este relato suyo Los cuatro albañiles, espero que os guste.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Estrépito y resplandor

Como se sabe, yo soy uno de los trescientos dos supervivientes de Madrid, ciudad que en el momento de la explosión contaba —según el último censo— con 3.324.403 habitantes. Mi foto ha circulado profusamente; no voy a insistir en ello.
Lo que sí me divierte recordar ahora —en que la vida se me apaga por causa de las radiaciones y no tengo otro placer que mis recuerdos— es una anécdota que me sucedió pocos días después de la catástrofe. Lo cuento como cosa pintoresca y en cierto modo cómica, pues es verdad que el humor es una planta extraña que surge hasta en las situaciones más trágicas y catastróficas.
Cuando yo volví en mí estaba en un improvisado hospital que había montado en Vitoria la Cruz Roja Suiza. En la cama de al lado dormitaba un señor cuyo aspecto resultaba un poco extraño por causa de algunos aparatos empleados en su tratamiento, entre los que recuerdo el balón de oxígeno, el manómetro, unas gafas negras —luego supe que había perdido los ojos (no sólo la vista, entiéndase, sino también los órganos visuales)— y la pinza metálica en que terminaba su antebrazo derecho (el brazo izquierdo lo había perdido como consecuencia de la explosión; luego me enteré de que seguía viviendo gracias a un corazón electrónico). En este conjunto, una cosa me hizo gracia; en su boca brillaba un diente de oro. Pero no se trata de eso.
Yo no podía moverme, pues, como se sabe, había perdido los brazos y las piernas; soy una cabeza (completamente calva como consecuencia de la intensa radiación que sufrí) y un tronco, en el que también faltan, no me avergüenza decirlo, los órganos genitales. Así, pues, sin moverme, hice un comentario en voz alta, por si mi vecino quería conversar un poco para distraernos.
—Cuando yo oí el estrépito —dije— estaba en el parque del Oeste leyendo tranquilamente una novela. Era una mañana deliciosa. ¡Quién me iba a decir que se avecinaba una cosa tan horrible!
—¿Qué estrépito? —oí la voz ronca y metálica de mi vecino; evidentemente le habían hecho una traqueotomía o algo parecido (soy profano en la materia), pues la voz salía a través de un orificio de la garganta; luego me enteré de que defecaba por un ano artificial que era una especie de tubo elástico directamente enchufado a una cloaca.
Me extrañaron sus palabras.
—El estrépito de la bomba —dije malhumoradamente—. ¿Qué estrépito va a ser?
Hubo un silencio molesto.
—Yo vivía —dijo él roncamente— en las Ventas del Espíritu Santo.
—¿Qué quiere decir con eso? —le interrogué.
—Era limpiabotas —suspiró, y del agujero de su garganta se escapó, silbante, un leve ronquido.
—¿Y?
—Había ido a los pinos de Canillejas esa mañana cuando, de pronto, me cegó el resplandor —musitó el vecino, cuya desmedrada vitalidad se advertía en el esfuerzo que le costaba dialogar conmigo.
—¿El resplandor? ¿De qué? —le pregunté con cierta insolencia.
—De la bomba —me contestó sin inmutarse, con un chasquido desagradable.
—Se hizo una oscuridad absoluta —le expliqué, paciente— al tiempo que se oía el enorme ruido de la explosión atómica.
—¡Un resplandor enorme —me replicó con ira— y un perfecto silencio! Eso fue lo extraño: que todo empezó a vacilar sin que se oyera ruido alguno.
Creí que se burlaba de mí o que su cerebro también había sido afectado por la bomba.


Esta es, en suma, la pintoresca anécdota. Como se ve, su carácter cómico estriba en que ni mi vecino ni yo, en aquellos momentos, sabíamos que las dimensiones y diferencias de las longitudes de onda (sonora y luminosa) ocasionan ese fenómeno (que —según he sabido después ya fue observado de modo parecido en Hiroshima) de que en los lugares más próximos al lugar en que cae la bomba —en este caso,
fue Torrejón de Ardoz— se percibe un silencioso resplandor, mientras que, a partir de cierto radio, se siente un gran estrépito y caen sobre el mundo las tinieblas.
Nuestra ignorancia produjo esta cómica situación que hoy me he complacido en recordar y que no tuvo peores consecuencias porque ni él ni yo —permítaseme que termine con esta chistosa frase— podíamos, por razón de nuestras mutilaciones, llegar a las manos.