lunes, 25 de febrero de 2008

Ella camina

Acude allí siempre que necesita reflexionar. Le parece un lugar amable. Camina en silencio, con su soledad como única compañía, y el paisaje le ayuda a contemplarse en la distancia, como si no fuera ella quien tiene el labio partido o el ojo morado, la que debe huir y no puede. Siempre pensó que aquel era un buen sitio, dotado de unas magníficas vistas de la ciudad desde unos jardines limpios, con fuentes tranquilas y estrechas acequias en las que el agua se remansa, salpicado de unas construcciones sencillas, geométricas, a las que la pátina del tiempo ha dotado de una atemporalidad que empequeñece su duelo. Por eso lo tomó como algo suyo, se siente su propietaria; si, ella posee ese lugar bello e inmutable, y eso le hace sentir más fuerte. Porque tiene dónde caerse muerta, a pesar de lo que diga Antonio. Hoy mismo podría caerse muerta y descansar en sus posesiones, entre cantos de jilgueros y parterres floridos.
Todo empezó hace ya seis años, cuando murió la niña, se sintió confortada paseando por aquellos senderos, y desde entonces acude a menudo y durante unas horas se agota entre los cipreses y luego puede descansar.

Antonio piensa que está loca, no que lo esté desde entonces, sino que lo estuvo siempre, él cree que aquello solo fue la chispa que encendió la llama de su locura, pero que ya existía, encubierta, latente como en todos los miembros de su familia y en sus amigas, que intentan enfrentarlos y hacen que solo consiga retenerla a palos, por el miedo, y eso que ella no es ningún regalo, que cualquier mujer sería feliz a su lado, y que van ya para seis años que no duermen juntos, que baje Dios y lo vea y diga si eso es un matrimonio.
Lo asume, él tuvo la culpa, se le escurrió como un pez y se la llevó una ola. Ella sólo pudo gritar ¡Ni se te ocurra! y en un segundo era ya tarde. Quizá el alcohol le hizo ignorar el peligro, la mar estaba picada y venía de fondo, sí, pero a él le pareció que podría ser divertido. Nadó, buceó desesperado, pero tuvo que ser Cruz Roja quien la encontrara. No han vuelto a ver el mar. Fue una imprudencia, o un desgraciado accidente, que mas da, a quién va a dolerle mas que a él, que perdió a su hija. Ella puede ir al cementerio siempre que quiera, puede decidir vivir como un alma en pena, pero él no está dispuesto a dejar que la culpa le ahogue, como debió haberse ahogado aquel día.

Ella pasea sin rumbo, abandonándose al deambular de su pensamiento, que dócilmente imitan sus pies. En ocasiones se detiene y curiosea alguna lápida, o recoje una flor y disfruta su aroma. A él no le gustan las flores, nunca la sorprendió, ni rosas, ni orquídeas, ni un sólo clavel para el vestido de gitana, ni de novios, cuando aún se querían. Una vez pensó en regalar flores a Antonio, pero sólo mencionarlo despertó su ira. Quizá lo vea como una sensiblería de ama de casa aburrida con ínfulas de mujer moderna y liberal , o peor aún, como una falta de respeto a su hombría. El caso es que en aquella casa que intuye a lo lejos nunca ha entrado una flor. Puede afirmar, sin temor a equivocarse, que las únicas que él compró en su vida fueron aquellas flores aciagas de una indigna corona «Anita García. De tus padres que no te olvidan». Como si fuera posible.

Antonio se siente bien, es difícil de explicar. Es joven aún y quiere vivir la vida. No puede soportar el luto constante, el estruendoso silencio, pues aun resultando contradictorio así le parece; tantas horas callados se convierten en un ruido insoportable que taladra su cabeza. Sus miradas perdidas le agreden. Procura no darle la espalda, pues esos ojos hueros en la cara ausente de la mujer a quien amó se le clavan en la nuca y entonces deja de ser él. Ese mudo y constante reproche le suelta la mano, jamás pensó que alguna vez pudiera amoratar aquellos hermosos ojos, ahora sin vida, y se arrepiente, y decide que no lo hará nunca mas, que él es un hombre tranquilo, que les une una pérdida dolorosa que debe ser un lazo firme pero delicado, como una cinta para el pelo de la niña, y no como una soga de ahorcado, rígida, áspera, dañina. Hasta que lo siente de nuevo, y entonces le parece entrever que ella sigue a su lado para poder recordarle por el resto de sus días que la mató, y que él la retiene, de alguna manera, para repartir la culpa, para aliviarse en su pena. Y se vuelve agresivo y todo empieza de nuevo.

Ella no se considera una mujer triste, allí incluso sonríe, piensa tan solo que ha sido desafortunada. Comprende que Antonio no acepte su necesidad física, casi innata, de pisar aquel lugar, de tocar la piedra fría y gastada, de escuchar el rumor del agua y algún llanto lejano que jamás ha interrumpido. No es por ver a Ana, ya no la visita, aunque nunca lo haya dicho para tener un buen pretexto. Sabe que es difícil de explicar, por eso lo evita, pero en el cementerio se siente en paz. Percibe mucho amor condensado entre sus tapias, es un sentimiento tangible que penetra por sus poros al acariciar un seto, que despierta su olfato con sutiles aromas, que le susurra al oído cantos aéreos, de aves invisibles que acompañan su caminar perdido. Le parece que la niña no está allí, que la ha dejado marcharse, que cada nicho sin flores es una cueva vacía, una criatura hambrienta como un hospiciano de posguerra. Antes no, antes iba porque necesitaba hacerle compañía, sentía la obligación de ocupar aquellos dos jarroncitos con flores frescas, de tener limpia la lápida. Hasta el día en que, sin saber porqué, se enjuició su carcelera. No fue un sentimiento trascendente, ni fruto de una reflexión buscada, fue como la revelación de algo obvio que no alcanzaba a vislumbrar su corazón cansado. Pensó que Anita seguía en aquella oquedad fría porque esperaba sus encuentros y en ese mismo momento decidió dejarla marchar. No ha vuelto a pasar por delante de su tumba, de su nicho vacío.

Hoy Antonio cumple años. Antes esperaba este día con ilusión, Ana le regalaba un dibujo y ella cocinaba aquella tarta cuyo sabor no recuerda, iban al parque, hacían el amor, se sentían inmensamente normales. Ahora no, nunca ha vuelto a tomar libre esta jornada. No quiere regalos, ni felicitaciones, la culpa se le encona mas este día. Como si de improviso se hiciera evidente que envejece sin ella; no es un día mas, es cargar otro año sobre su espalda molida de ausencia. Resulta extraño como determinadas fechas enturbian a las personas, las dotan de un significado ajeno fruto de alguna vivencia o recuerdo que transforma en desgraciado un día cualquiera. Para Antonio es hoy, doce de mayo, el día en que pierde la esperanza, la ilusión de un futuro mejor. No es el día en que murió Anita, ni el día en que hubiera cumplido un año mas, es hoy cuando se reprocha seguir vivo y que ella le falte. Como si cada año mas fuera un año robado, que no le pertenece, hurtado a su hija. Por eso estableció la rutina de su cumpleaños. Procura no hablar con nadie, come solo en la oficina y al terminar la jornada entra en un bar que le parezca triste y bebe las copas del derrotado. Volverá a casa de madrugada, llorando la borrachera, y mañana será otro día, se sentirá bien, aunque sea difícil de explicar, joven y con ganas de vivir la vida.

Ella se ha sentado en un banco tras dos horas de caminata, ha buscado un rincón apartado, umbrío, y ha dejado que su mente empiece a rememorar. El día en que dejó de visitarla abandonó todo su cariño allí. Descubrió que su amor hacia ella debía ser generoso, la dejó seguir su camino, y no consiguió llevarlo de vuelta a casa. Para ella todos los buenos sentimientos, todo el apego y la estima de miles de esposas, madres o hermanos han quedado en el cementerio, encerrados en una burbuja altruista, en una pompa de jabón que explotaría al traspasar su verja. Por eso no puede dejar de acudir, porque recupera los sentimientos perdidos, porque esa burbuja la envuelve y la embriaga, porque miles de corazones rotos la arropan y le regalan de nuevo la vida. Allí, sentada entre los despojos de tantos proyectos frustrados, y con su capacidad de amar intacta de nuevo, comienza a pensar en él. Hoy es su cumpleaños, volverá a casa bebido y ella se hará la dormida. Cuando le agarre la cara, desconsolado, y empiece a gritar ¡¿Por qué? ¿Por qué?! lo mirará con desprecio y será golpeada, con mas tedio que violencia. En ese banco piensa que sería bonito poder perdonarle, poder mirarle con cariño, abrazarle y arrullarle como a un niño, cantarle "duerme mi bien", velar su sueño acariciándole el pelo. Y que mañana fuera otro día, y volvieran a pasear juntos, cogidas las manos, porque él nunca fue un mal hombre, es solo un hombre vencido. Pero sabe que todo su amor quedará en la puerta del cementerio.

Él vuelve a casa caminando por calles dormidas, solitarias. Le envuelve el vaivén del alcohol y la derrota. Su cara, mojada por lágrimas que le parecen ajenas, ha envejecido de golpe, como si todos los cambios físicos que se suceden imperceptibles a lo largo de un año se hubiesen producido en un solo instante. Piensa en las horas que ella camina por el cementerio que los alejó, y en su propio caminar, etílico, por madrugadas que se suceden sin remedio. Acepta, a pesar de su embriaguez, que sus caminos les alejan mas cada día, que nunca desembocaran en el mismo sendero, y le apena, porque ella es una buena mujer que, a pesar de todo, sigue a su lado y cocina y plancha para su verdugo, aun con la cara rota y el alma descompuesta, quizá en respeto al amor que un día le tuvo. Entonces asume que debería dejarla marchar, que ambos merecen una oportunidad, aunque solo sea por no mancillar el recuerdo de aquello que una vez hicieron juntos, lo único bello y hermoso que les unió, por no deshonrar la memoria de Ana. Pero sabe que al llegar se encontrará con esos ojos acusadores que le llenarán de odio, y necesitará que ella siga ahí, para aliviar su culpa.

Frente a ella un nicho exhibe un ramo de flores frescas. Llama su atención, pues ella aprecia las flores vivas de los arriates, pero las prefiere marchitas ante las tumbas, así que se incorpora y se acerca a observarlo. Es un ramo primaveral, de colores cálidos, con astromelias, margaritas y gerberas. Le hubiese aliviado si se tratara de crisantemos, claveles o gladiolos, pues al menos denotaría cierta dignidad funeraria del carcelero. Observa la fecha «siete de enero de 1938 - doce de mayo de 2003». Es el aniversario de su muerte. Siente una punzada en el estómago al componer la situación acaecida quizá unos minutos antes. La viuda compungida, los hijos llorosos, tal vez varios nietos circunspectos portando las flores para el abuelo. Y él al otro lado, mudo en su cueva, intentando exprimir los minutos, desesperado en las sombras ante la certeza de su inminente soledad hasta el día de los santos. Lee el epitafio «Fernando Antúnez García (QEPD). "Fue un buen hombre"». Entonces sonríe. Acaba de decidir que ya es hora, que cinco años son demasiados para un agujero, así que acaricia la piedra y le habla. Vete Fernando, vete, olvida y sigue tu camino. Mientras repite esa frase como un mantra, acompasando las palabras como en un canto ancestral, liberatorio, vuelve a recordar a Antonio, vuelve a pensar en que hoy es su cumpleaños. Él fue bueno también. Así que toma el ramo y sale del cementerio.

Antonio hurga en la cerradura como si la llave hubiese engordado. Entra sudoroso, febril, y se dirige al cuarto de Ana. Lleva el pequeño ataúd blanco clavado en la mirada. Acaricia sus muñecos, sus dibujos, huele sus vestidos, que esperan eternamente colgados en el armario. Siente como le domina la rabia, el escalofrio por la espalda, los músculos en tensión y las orejas ardiendo. Piensa en su mujer, durmiendo en la habitación que fue de ambos, necesita enfrentarse a sus ojos vacíos. Abre la puerta de un empujón, pero solo encuentra una cama vacía. Sobre la cómoda un ramo de flores con una nota, en la que ella escribió, a modo de despedida «Descansa en Paz».

miércoles, 6 de febrero de 2008

El valle (2)

(Por favor, imprescindible leer antes la primera parte; see below)
A mi madre nunca le gustó que me juntara con Garrancho, tampoco con Bermúdez. La verdad es que no le hacía ni pizca de gracia que el amarillento y bacheado campo de la Federación estuviera en el peligrosísimo polígono del Valle, allá donde los moteros del Telepizza no se quitan el casco (de esos cerrados, a lo Sito Pons) ni al subir el pedido a casa, no sea que les abran la cabeza por un puñado de cambios...

Tampoco le gustaba que jugara al fútbol, ni a las chapas. Qué guarrería estar tirado, empujando platetes con la cara de Pericos Delgados o Marinos Lejarretas...! Todo aquello que tenía que ver con la calle, con ese mundo exterior lleno de rodilleras sucias y horribles palabrotas. Ni qué decir tiene que tampoco le gustaba el novísimo Amstrad de cinta del Garra, ni nuestro magnífico descubrimiento, años más tarde: beberse un litro de Alcázar lo más rápido posible antes de disparar hormonas en el Kronen...

Y claro, lo cierto es que casi todo lo que no le gustaba a mi madre a mi me encantaba... Sobre todo lo de ver cadáveres. Todo empezó como un juego, cuando el Garra pudo ver una de las interesantes obras de Enriquito el Malo. Luego, poco a poco, llegó a ser una obsesión. El tiempo o las circunstancias que tuvieron que acumularse de uno a otro momento, siguen siendo un misterio para mí. Lo que sí conozco y nunca olvidaré es el cosquilleo en el estómago, los músculos en tensión y ese brillo en los ojos de mis compañeros, cada vez que salíamos a cazar muertos...

Tal vez fuera porque Bermúdez consiguió recuperar las J’Hayber de Garrancho, salpicaditas de sangre negra, como botín y trofeo de un verdadero espectáculo. Es curioso cómo puede cambiar de tono la sangre, al coagularse. De un torrente rojo cereza intenso, seductor, como de barra de labios, pasa a ser pegotes de un marrón chocolate oscuro, repugnante, como de mierda. Deberíais fijaros, si tenéis ocasión. Para nosotros fue el comienzo de un desafío excitante, mirar más allá de la muerte, o quizás a ella misma, en los ojos de la víctima, en las pupilas del suicida.

A buen seguro que el Valle podía darnos más oportunidades. Mientras tanto, a nosotros ya no nos quedaban más padres o hermanos con expectativas de auto-inmolación, pero el Pelijas (el encargado de los futbolines Yay-yán) afirmaba tener unos tíos en Tarifa, ya mayores y enfermos de Alzheimer, y que de vez en cuando oía cuchichear a su abuela y a su madre acerca de las palizas que él le pegaba a ella y viceversa. Luego, claro está, no se acordaban de nada y así, vuelta empezar. El Pelijas decía que ya era formidable verlos cogidos del brazo por la calle, moratones por toda la cara y el otro brazo en cabestrillo, apoyándose el uno en el otro, en un extraño equilibrio. Dice que cualquier día podría cometerse el doble homicidio. Y que además hacía poco que la pareja había descubierto las posibilidades de las tijeras del costurero y el cuchillo del jamón en sus jueguecitos conyugales. Qué maravilla...! Destilábamos jugos en la boca sólo de pensarlo, Bermúdez casi se vuelve a mear encima...

Qué buen tío, Bermúdez...! No había tenido mucha suerte, no. Tampoco el Garra. Yo, al menos, no he conocido a mi padre, lo cual es una ventaja a la hora de presenciar un suicidio, digo, que los sesos desparramados junto a una mirada perdida no sean los de tu padre. No es por nada, pero el sentimiento cambia. Por eso no estaba seguro si preguntarle acerca de su hermano, que al fin y al cabo estaba mucho más cerca de la muerte que ninguno de nosotros. Por lo menos pudimos convencerle, a cambio de unas valiosísima colección de pegatinas de Bollycao , para que nos enseñara el nuevo escondite de los colegas de su hermano, en un descampado detrás de la fuente de la Magdalena.

Qué empinadas son aquellas cuestas, cuando el olor de la muerte te persigue en cada esquina! Aún recuerdo al Garrancho subiendo de un salto a la fuente de Los Caños!

Fue extraño. Nos dimos cuenta que los colgaos no están ni vivos ni muertos. “Están en el limbo, dónde nada les alcanza y donde pueden tener lo que quieran”, afirmaba, poéticamente, Bermúdez, quizás instruido en las inconexas memorias relatadas por su hermano. “Acaso juegan con la muerte”, pensaba yo, “y a veces tiemblan y se contorsionan porque la han mirado a los ojos, directamente....” Y entonces nos quedábamos todos absortos, mirando cada gesto, cada mirada, cada respiración de cada uno de aquellos escuálidos infelices en vaqueros, apoltronados sobre la miseria del caballo.

Pero Garrancho no iba a conformarse, no. Quizás ser el primero, el fundador, le hiciese tomarse todo esto tan en serio. “A lo mejor se le pasa”, nos decíamos Bermúdez y yo sin mirarnos, un día que Garrancho se quedó en casa, con diarrea. Charlábamos sentados junto a la fuente de los Patos, en la Victoria. Mirábamos como un gitanillo de apenas séis o siete años trataba de retorcerle el cuello a una de las aves, más grande que él, encaramándose sobre ésta. Sabíamos que no. El Garra no iba a parar, no era una cuestión de cabezonería, ni una apuesta macabra. Para el Garra, para todos nosotros, se había convertido en una necesidad. Sigo sin explicarme cómo pudimos hacerlo, qué nos llevó a ir tan lejos. Entonces pensaba, igual que ahora, que no se trataba de una chiquillada.... Era algo serio, una experiencia real, mucho más qué meterse mierda por las venas, Mucho más grande, y excitante, mucho mejor.

La hoguera de la plaza de los Huérfanos era mi preferida. Después de ir casa por casa pidiendo retales y sillas viejas, y de apilarlas convenientemente en la pira, me sentaba en primera fila. Allí me quedaba embobado, sin pestañear ante el chisporroteo de palés y ramas de olivo, mientras de lejos escuchaba risas y melenchones, como entre sueños... Después llegaban el Garra y Bermúdez, con una bota de vino y una bolsa de rosetas, y se ponían a correr detrás de las gemelas, hasta que el padre de estas les cogía de las orejas y les corría entonces él a bastonazos.

Sara, la hija de Ana Mari, estaba preciosa con aquel vestido estampado. Le ceñía bastante el pecho, bastante desarrollado para su edad, y tras superar el giro de su pequeña cintura se abría en pliegues con un divertido vuelo. Yo iba a veces a su casa, con Garrancho, a hacerle a su madre algún recado, comprar lejía o jabón del lagarto. Incluso después de todo aquello Sara seguía guapísima, a pesar de..., bueno, de todo. Hubo menos sangre de lo esperado, apenas se notaba junto a las rosas estampadas... Bermúdez no permitió que el Garra se cebara con ella. “Es suficiente” dijo, – inexpresivo, y aprovechó para cerrarle los ojos, que parecían salírsele de las órbitas.

Aprovechamos una tarde templada de marzo, a la salida de la escuela. Invitamos a Sara, como otras tardes, a jugar a bote en la almazara abandonada. Ella empezó buscando, y nosotros ya sabíamos lo que había que hacer para llamar a la muerte. Un empujón preciso por un hueco inesperado. Podía haber sido un accidente, siempre jugábamos allí, todos lo sabían. Nos apresuramos a bajar por la escalera en ruinas. Tres pisos, más que suficientes... Una nube de moscas hizo que el Garra se detuviera, con cara de asco, petrificado... Más allá yacía Sara, flanqueada por la muerte, el cuello dislocado y los ojos muy abiertos, quizás buscando aún a sus amigos, entre las sombras...

domingo, 3 de febrero de 2008

Un Curry de Nicoletta

Así es como yo me lo hago a veces, sí, el curry. Y digo a veces porque un curry es mucho más que una receta, Es una forma de cocinar. ¡Por Dios! ¡Renegad del polvo amarillo! Y no solo porque como se te caiga un poquito en la cocina te olerá a curry la casa entera (y dios sabe si el coche) durante una semana. Porque curries (o currys, que el puto Revisor Ortográfico éste todo me lo pone en rojo, hasta lo de puto. ¡Puto, puto, puto! ¡Jódete Bill Gates, Torquemada de la red! ¡Que ya sé que le informas a Bush cuando escribo bomba! Por si acaso fuera yo un terrorista… Como si los terroristas fueran gilipollas y cuando van a poner una bomba lo publicasen en Internet en lugar de decir sibilinamente “el día cinco a las cuatro nos vemos en Londres para tomar ese café que tenemos pendiente”... Pues:¡bomba, bomba, bomba!)…

Perdón, como iba diciendo, que curries hay muchos; cada abuela asiática prepara el suyo. Los hay rojos, verdes, de pollo, de cordero, de cerdo, de piña, de ternera, vegetarianos, con especias secas o frescas, con coco o sin él, con cacahuetes y tamarindos, picantitos, picantísimos o abrasadores, pero todos tienen algo en común: la intensidad, la riqueza de aromas, matices y texturas. O sea, todo lo contrario a lo que se consigue con ese maldito polvo amarillo aniquilador, homogeneizador, enviado por el dictador globalista para confundirnos aún más en nuestro pozo de ignorancia, de manera que con un “prefiero la paella de mi madre” despachemos toda la milenaria sabiduría de tantas civilizaciones asiáticas que, libres de la amenaza del pecado de la gula (aunque para eso los católicos hemos tenido la confesión; y gracias a ello seguramente hayamos podido superar el castigo de alimentarse a base de chucrut)… Vuelvo a irme por las ramas y con tanto paréntesis, al final, os quedaréis sin receta de curry. El caso es que sin el miedo a pecar y lejos de esa pasión cristiana por la austeridad han conseguido convertir la necesidad en diversión sin sentirse un joputa..

Hoy os voy a hablar de uno de mis curries favoritos: brillante, fresco, muy divertido y frutado, que es lo mismo que afrutado pero si lo dices rodeao d'olivos. Sin la fragante solemnidad de esos otros que se hacen en la India con especias secas, tostadas, que nos hablan de oración, de trascendencia. Un curry Tailandés lleva jengibre y/o galanga y/o cúrcuma: portentosas raices que recuerdan que el perfume no lo inventó Cocó Channel, sino una planta. También lleva chalota, ajada cebollita que te hace llorar, y reír. Y cilantro, mucho cilantro, bendito cilantro: sus hojas, sus tallos, sus raíces y sus semillas contienen la frescura de la clorofila y el dulzor del anís. Y claro, coco, aquello que de chicos pasó de ser el arma defensiva de los monos en sus palmeras a una de esas alucinantes, y duras, y dulces, y jugosas, y secas, barquitas que se remojaban bajo aquellas estupendas ¡quién las pillare! obras de ingeniería hidráulica entre luces y ruidos de cutrefurgón de feria. También llevan otras fragancias que a veces aparecen y a veces no: cardamono (los pakistaníes lo llegan a utilizar como el Smint, y sabe al olor de la lavanda), limoncillo (especie de puerro duro con sabor a limón), o el sabor a canela de las limas. Y chile …

¡Sí, sí, sí! ¡Chiles, guindillas, ajíes, verdes, rojos o amarillos, jalapeños, habaneros o de gorro escocés! Son una de esas especies que se han superado a sí mismos, han dejado de ser una vulgar hortaliza como su primo el pimiento, que nada nos importa, para convertirse en una especia. Porque si la uva no pudiera ser vino… o si la leche no llegase a queso… Y que si no te gusta el picante… pues que tú te lo pierdes… que ya estás tardando… que poco a poco podrás descubrir que detrás del calor hay mil sensaciones capaces de llenar de alegría una fría ensalada… y si aún así ves que no, pues métetelas por el culo; pero espabila, que dentro de poco, ya dejarán de gustarte los sabores nuevos, y empezarás a vivir de los recuerdos, y a apagarte poco a poco… y es que el picante es una religión, como abrirse el culo. Dijéramos pues que no hay amor sin picor.

Preparemos una base potente machacando en un mortero un buen manojo de cilantro fresco, una chalota y media guindilla fresca verde sin membranas ni semillas que es lo que más pica, a esto le añadiremos la ralladura de una lima y su zumo más un trozo de 4 cm de raíz de jengibre fresca rallada. Nos falta, si lo tuviéramos, una cucharada de pasta de curry thai verde; Y si no lo tuviésemos, tendríamos que aumentar la base anterior y machacar también cinco o seis vainas (con semilla) de cardamono, unas semillas de cilantro, una cucharada de cúrcuma molida y otra de limoncillo (un sustitutivo mediocre sería la ralladura de la corteza de un limón).



Salteemos ahora en el wok con dos cucharadas de aceite unos trozos grandes, como para comérselos a gusto con los palillos uno a uno (lo de los palillos es algo como el picante, ve acostumbrándote que te gustará, aunque estos es mejor que no te los metas por el culo, al menos hasta el final, porque son muy largos y porque podrías cometer el error de luego no ponerlos en el cajón de los “juguetitos” y mezclarlos con los demás cubiertos. Perdón por el chiste, es soez, pero después de lo de abrirse el culo he perdido la vergüenza). Los trozos grandes serían primero de pechuga de pollo (que podríamos haber macerado, o no, durante 1 hora con una cucharada de oloroso y otra de salsa de soja), luego de setas shitake, y luego de berenjena. Se saltean sólo hasta que se doren, los trozos se sacan uno a uno (se supone que también cocinamos con palillos) y se van poniendo en la parrillita del wok para que se mantengan calientes.
Entonces freímos durante un par de minutos, removiendo continuamente la pasta que habíamos preparado con el aceite que quede (si lo hubieran chupado todo las berenjenas, ponemos una cucharadita más), y entonces añadimos una lata de leche de coco (Ojo con esto, debe ser leche de coco, cuyos ingredientes son agua y coco. No es ni el jugo que hay dentro del coco, ni otras cremas que hay que son dulces) y la dejamos cociendo a fuego lento hasta que se espese y sepa a gloria.
Al final sólo hay que juntar todos los ingredientes y darles un breve hervor para que cojan temperatura.
A la hora de servir se le incorporará cilantro picado y más guindilla verde picada fina. Es importante no quedarse corto de guindilla, la felicidad que aporta a tu vida un curry es directamente proporcional al picante que hayas sido capaz de aguantar.

Para ayudar a superar los calores es muy recomendable beber mucha cerveza y vinos fresquitos, además de comerse el curry con arroz jazmín, bien lavado y después cocido a fuego moderado en una cacuela ancha con la misma cantidad de agua hasta que se evapore ésta y se oiga un ligero chisporroteo (de 5 a 10 minutos), después manteniéndolo bien tapado(se puede poner una hoja de Albal entre la tapa y la cacerola) durante 10 minutos más con el fuego al mínimo y terminándolo con un reposo de 5 minutos sobre un trapo mojado.

Esta que os he contado es una forma de hacer un curry, puede servir como punto de partida para empezar a cocinarlos. Pero no olvidéis que vale casi todo, sólo hay que entender cómo se cocinan (igual que se aprende a hacer una paella, que no sólo la de tu madre está buena) y atreverse. No os podéis imaginar lo emocionante que es un ardiente curry rojo de langostinos con unas judías verdes casi crudas o con unos trozos de piña confundidos entre otros de patata. Imaginaros la solemnidad de un curry massamán de cordero con su aroma a clavo y la untuosidad del cacahuete…




Con cariño para Emiliana, de la Abuela Nicoletta