lunes, 28 de enero de 2008

Sol



…caras adormecidas, algún bostezo furtivo, maduras recién peinadas, una perilla con canas, un militar sin reemplazo, abrigos abotonados, un carterista drogata, varias calvas sin sombrero, ancianos con cefalea, algún maletín, muchos zapatos…

Recuerda perfectamente el primer día que la vio. Hacía una semana que trabajaba allí y aún no había sido capaz de asimilar los horarios de la gente. Momentos de una tranquilidad fría, expectante, suceden a otros de un bullicio abrumador, cientos de caras anónimas pasan frente a él en pocos minutos, dejando su prisa en el ambiente.

…un maricón fashion victim, algún gordo depresivo, estudiantes de bellas artes que llevan grandes carpetas, un valiente en camiseta, una diosa sin braguitas y dos enfermos acompañados: uno grandón con muletas y el otro recién operado; más morenas que rubias, bastantes apresurados…

Tiene que ser rápido si quiere vender algo. Barato. Lleva tres paga dos. Mejor que el Corte Inglés.

…vagones redecorados, un abogado en paro, un pedigüeño con botas, un saxo envalentonado, un bizcochito de nata, dos cocacolas mediadas…

Aquel día se planteó por vez primera lo ridículo de aquel nombre. Sol.

…relojes publicitarios, prensa del día, carritos de la limpieza, una bombilla fundida, pintadas en el retrete, chicles abandonados, Ópera, Tirso de Molina, enlace con otra línea…

Para un hombre del sur, de cielos azules, de horizontes amarillos y bocanadas de aire tibio, llamar así a un lugar como este es prostituir el concepto en si mismo. Decir trabajo en Sol significa también decir ha salido el sol con la boca sucia, es acabar con la luz, porque trabajar en Sol es como si te tragara la tierra, es abandonar cielos, horizontes y bocanadas de aire, para sumergirse en las luces apagadas de pasillos y escaleras, es cambiar la alegría del estar vivo por la tristeza del seguir viviendo.

Recuerda.

Ocho y media, fuera hacía rato que debía ser de noche; una sirena; frío, del que amorata los labios y transforma en artríticos aun los dedos más jóvenes;

el traqueteo cada vez más cercano; escaleras, soportando pisadas de una nueva avalancha; y de pronto ocurrió, unas piernas rezagadas.

Veinte y treinta, línea dos, tan solo unos segundos; ella pasó corriendo, con miedo a perder la manada, a quedar desprotegida; la puerta del metro se cerró acariciando el vuelo de su falda. Él quedó persiguiendo el eco de sus tacones en las galerías. El sol había salido en Sol. Sol, bonito nombre para una estación.

…moro, cabrón, éste no te lo pago, están quitando trabajo, pero mira que eres majo, benditas fronteras…

Sin darse cuenta comienza a buscar su cara entre cientos de caras, día tras día aguza su oído intentando descifrar qué pisadas le corresponden, se sorprende a si mismo inclinando ligeramente hacia atrás su cabeza y olfateando como un sabueso su rastro, ese perfume a jardín con estanque que ha desarrollado en él una memoria olfativa de la que se creía incapaz. Aprende sus horarios. Conoce sus vestidos. Lamenta sus tristezas. Celebra sus sonrisas.

Doce y media, sábado; sol allá arriba; hoy nadie corre; dulces pisadas, leve perfume; no trabaja la dama, quizá algunas compras.

Hoy es el día. El miedo le desencaja, sus piernas tiemblan; Agarra su brazo más fuerte de lo debido. El idioma le traiciona.

Es el último día que la verá, hay un eclipse de Sol.

…¡socorro!, deseo interrumpido, héroes subterráneos que golpean cortejando a la dama, dos gorras de policía, un animal furtivo, ella desconsolada rumiando su miedo con tila y tostada, varios burgueses lascivos de puños satisfechos y barrigas agradecidas, garrote y reclinatorio, primer mundo…

Polizón en galeras, fugitivo por galerías, amor extranjero.

lunes, 21 de enero de 2008

El valle (1)


El valle

Al zapatero que recauchutaba mis J’hayber lo mató Enriquito el Malo golpeando su cabeza contra la horma en que ajustaba las botas de piel de Anamari. Miedo no me dio, pero si un poco reparo. Por las moscas, que en pocos segundos ya zumbaban pegajosas, ebrias de materia gris y otros humores dulzones. Hubiera preferido meter en mi cama al zapatero y dormir abrazado a su cuerpo ensangrentado antes que soportar el más leve contacto con una de aquellas moscas húmedas y somnolientas. Sobre todo en los labios, si alguna me roza los labios me los arranco a tirones y me paso la vida con una sonrisa traicionera de perrito pekinés.


El caso es que Bermúdez tenía razón, el cadáver de un suicida da más miedo. Cuando encontró a su hermano colgado en un olivo, junto a las vías del tren que pasan por la barriada que la fábrica de cervezas El Alcázar construyó para sus empleados, se meó encima.

—Que no, tío, que no fue de la impresión—decía, —que fue un ataque de pánico al ver sus ojos desorbitados, desafiantes—.

Le tiró un piedra, Bermúdez, pero sin acercarse.

Una vez espié asustado cómo se pinchaba, su hermano, a la hora de la siesta; habíamos saltado la valla del instituto Jabalcuz para jugar al fútbol, y a través de los pinos pude ver cómo, agachado tras la iglesia de Santa María, buscaba desesperado, vaya desgracia, engancharse al caballo teniendo las venas tan escondidas.

El zapatero no, definitivamente no me dio miedo, asco tal vez. Parecía bastante indefenso, en una actitud más entregada que provocadora. No es la muerte lo que acojona, que observador Bermúdez.

Años después, cuando recogí a mi padre reventado del suelo pude darle la razón. Se había tirado desde el quinto, era un amasijo sin vida que aún emanaba el arrojo del que decide su fin, el desprecio hacia el que observa sus restos, y eso, eso si que asusta. Sentí una punzada en la nuca, un escalofrío recorriendo la columna, una flojera de brazos y piernas y una descomposición que se impuso a mi estómago vacío e intestino descargado, pero porque era un suicida. Con el zapatero no me pasó, fue más bien una excitación, como cuando alguien te pita justo al abrirse un semáforo, o cuando tu equipo pierde la liga en el último minuto, te excitas, sí, te sube la adrenalina y te dan ganas de patearlos, de escupirles; yo podría haber meado en la cara de todos los cadáveres que vinieron después, menos en la de los suicidas, por dios, da grima pensarlo. Que inteligente Bermúdez.

Se alegraron en el barrio de que mi padre muriera. Era ferretero, y ser ferretero en El Valle equivalía a ser proveedor de destornilladores, mazos y navajas con los que se cometían todos los delitos en el barrio. Qué le vamos a hacer, si los delincuentes para sus cosas siempre han sido buenos pagadores. Total, al final traspasamos la ferretería, y al nuevo y moralista ferretero le pinchó un Monago y luego le metió fuego al local, que no ardió vivo de milagro. Después de aquello quiso mudarse al centro, pero como había quedado en la ruina tuvo que volverse al pueblo. No, no puedo recordar su nombre, pero sí que aquella vez no fue Enriquito el Malo. Fue otro Monago, no se cual, eran tantos, todos con el pelo largo, la cara sucia y los pantalones rotos.

Sí, cogí el dinero. Enriquito se puso tan nervioso con la sangre que olvidó la caja. Había unas seis mil pelas. Las J’hayber se quedaron allí.

—No mamá, no he podido recogerlas, es que han matado al zapatero­—.

Y claro, mi madre nunca fue a por ellas, porque pensaba que había que intentar no encontrarse con la esposa de un asesinado:

—Ni de casualidad, Anamari, te cruzas de acera y te haces la despistada, que eso da muy mala suerte, que esa gente te mira y te trae la muerte a casa—. Lástima, porque eran buenas amigas mi madre y la zapatera, pero sobre todo porque nunca volvería a tener unas J’hayber.

El resto de zapatillas de mi juventud se compraron los jueves en el mercadillo local. Sólo consigo acordarme de aquellas, flamantes aunque recauchutadas, y salpicadas de sangre en aquel viejo mostrador. Me las regaló Sara, la hija de Anamari, para mi primera comunión, un par de años antes de aquello. Era cuatro años mayor que yo, y no me hacía ni caso. Cuanto más me enamoraba más tartamudeaba en su presencia y más invisible me volvía a sus ojos. Vino a mi comunión porque mi madre trabajaba para la suya; estaba bonita con aquel vestido estampado. Le hizo gracia que aquel regalo me hiciera tanta ilusión.

Mi padre nunca supo que mi madre limpiaba en su casa. No lo hubiera permitido, le hubiera hecho sentirse poco hombre. Hasta es posible que hubiera pensado que mi madre era una fulana, que quería que el señorito aquel le pellizcase el culo, quién sabe. El caso es que mamá consiguió ocultarlo, y con el dinero que ganaba compraba tocino para el puchero, botellines de cerveza El Alcázar de los que llamaban Biscuter y jamón blanco loncheado para cuando venía de visita mi tía con su marido el médico. Además pagaba las deudas de mi padre en el Bar Bonoso, que creía que lo invitaban por buen cliente, y para qué negarlo, alguna vez se compraba un cartón en el bingo del Hotel Condestable con la esperanza de que el exiguo premio nos sacara de pobres.

Y es que El Valle era un barrio pobre, poblado por una variopinta masa de gentes fracasadas pero esperanzadas en que un golpe de suerte les sacara de allí y pudieran estrenar piso en el Gran Eje o la Avenida de Madrid y matricular a sus hijos en colegios de pago en los que solo pegaban los curas y no había drogas. Alternaban en sus bares obreros de la construcción, matarifes de Cárnicas Molina, gitanos que vendían género robado en sus puestos del mercadillo, camellos de poca monta, algún cura comprometido que dejaba abierta la iglesia para que los yonkis no pasaran las noches al relente, tenderos acuciados por las deudas, como mi padre, y excepcionalmente algún profesional independiente al que la fortuna empezaba a sonreír. Como a Manolo El Contratista, que se compró un Supermirafiori y la primera noche que lo aparcó frente a su casa le reventaron las ruedas y los cristales.