martes, 16 de febrero de 2010

El escondite

Aún recuerdo con una sonrisa aquellos días en la villa de verano de las marquesas. Una rubia y la otra morena, las llamaban Lady Zipi y Lady Zape. Disfrutaban celebrando fiestas de varios días en su casa durante el suave estío de la campiña inglesa.

Sin duda alguna la estrella de los juegos era el escondite. Valía todo, cualquier lugar dentro de la finca o la casa era admitido, cualquiera: Lord Pedding y su amigo francés Messieu Pourreaou acostumbraban a hacerlo en la cava, así amenizaban las largas esperas dando cuenta de unas suculentas chacinas ahumadas que las marquesas recibían de la Toscana e incluso de algún delicioso y aromático borgoña para aquellas ocasiones en que el buscador fuera novato (“cascarón” para los veteranos). Refugiados en su escondite tras las barricas de treinta arrobas de Oloroso jerezano a las que tenían prohibido el acceso salvo autorización expresa de las marquesas (en otra ocasión les hablaré del origen de tal prohibición), sabían que la búsqueda demoraría varias horas pues aquel sitio no se descubriría con el simple y rápido vistazo del acomplejado cascarón.

Lord Wolting era de otra pasta, su querencia era la de esconderse en el armario de la ama de llaves, una voluminosa holandesa que guardaba allí sus descomunales sostenes, corsés y calzones. La excusa del juego servía a Lord Wolting para cubrirse la cara con la enorme copa de alguno de aquellos sostenes, preferiblemente usado, y refugiarse en el olor del recuerdo de los días de niñez en que aún le dejaban sestear abrigado en las enormes tetas de la criada antes de que su padre, alertado por las sonrosadas mejillas de ella, descubriera que los once años de su hijo lo empezaban a alejar de la niñez y le prohibiera de por vida todo contacto físico con el servicio. “Una cuestión de respeto, hijo mío. Si no guardas las distancias, poco a poco tomarán confianza y terminarás siendo tú el pelafustán que trabaja para ellos”

Las tardes de juego eran maravillosas, y la ausencia de reglas era una fuente inagotable de nuevos e insospechados escondites, como el de Madame Grabuie, quien tomó prestado el traje de una sirvienta y estuvo entre nosotros todo el tiempo, en la pérgola, solícita, sirviéndonos con la mayor diligencia los aperitivos de vermouth, Jerez u Oporto mientras escuchaba los comentarios de todo tipo que sobre ella se vertían aprovechando su supuesta ausencia. Solamente, y para sonrojo de más de una lengua afilada, se descubrió a sí misma a última hora, al finalizar el juego, que como siempre se producía a la hora de la cena cuando el servicio recorría todas las habitaciones la casa y todos los rincones de la finca tocando la campanilla.
Los jugadores sabían que al oír aquel sonido debían abandonar inmediatamente sus escondites y acercarse a la pérgola del jardín bajo pena de ser expulsados de la casa sin posibilidad de readmisión. Lady Zipi hacía mucho hincapié en ello al explicar las reglas del juego a los nuevos cascarones. “¡Para toda la vida!”, decía, “Nunca más”. “Sécula, Seculorum” sentenciaba Lady Zape con su más rigurosa mirada de mando fija en el instruido. Querían a toda costa evitar la repetición del caso del Conde Burring, quien desapareció y no pudo ser encontrado hasta años después cuando las Marquesas decidieron recuperar el pozo seco. La sorpresa fue mayúscula al comprobar que el Conde, tras asegurarse de la rigidez del arco de hierro andaluz que una de las marquesas había hecho traer tras su última primavera en Sevilla, debió de trabar el cubo de madera en la polea y descender sigilosamente por la cuerda hasta la base del pozo, dispuesto, aquella vez sí, a ganar él el juego.
Hubo gritos y desmayos al sacar el esqueleto del Conde con su fular de seda italiano aún abrazándole el cuello. Las malas lenguas dicen que si hubiera sido seda auténtica, no habría resistido de aquella manera el paso del tiempo. Los más vieron sarcástica la desnuda, imperturbable y descarada sonrisa de la calavera. Los que lo conocíamos a fondo, sabíamos que había muerto ya con ella dibujada ¡Nunca habría un ganador como él!