lunes, 21 de enero de 2008

El valle (1)


El valle

Al zapatero que recauchutaba mis J’hayber lo mató Enriquito el Malo golpeando su cabeza contra la horma en que ajustaba las botas de piel de Anamari. Miedo no me dio, pero si un poco reparo. Por las moscas, que en pocos segundos ya zumbaban pegajosas, ebrias de materia gris y otros humores dulzones. Hubiera preferido meter en mi cama al zapatero y dormir abrazado a su cuerpo ensangrentado antes que soportar el más leve contacto con una de aquellas moscas húmedas y somnolientas. Sobre todo en los labios, si alguna me roza los labios me los arranco a tirones y me paso la vida con una sonrisa traicionera de perrito pekinés.


El caso es que Bermúdez tenía razón, el cadáver de un suicida da más miedo. Cuando encontró a su hermano colgado en un olivo, junto a las vías del tren que pasan por la barriada que la fábrica de cervezas El Alcázar construyó para sus empleados, se meó encima.

—Que no, tío, que no fue de la impresión—decía, —que fue un ataque de pánico al ver sus ojos desorbitados, desafiantes—.

Le tiró un piedra, Bermúdez, pero sin acercarse.

Una vez espié asustado cómo se pinchaba, su hermano, a la hora de la siesta; habíamos saltado la valla del instituto Jabalcuz para jugar al fútbol, y a través de los pinos pude ver cómo, agachado tras la iglesia de Santa María, buscaba desesperado, vaya desgracia, engancharse al caballo teniendo las venas tan escondidas.

El zapatero no, definitivamente no me dio miedo, asco tal vez. Parecía bastante indefenso, en una actitud más entregada que provocadora. No es la muerte lo que acojona, que observador Bermúdez.

Años después, cuando recogí a mi padre reventado del suelo pude darle la razón. Se había tirado desde el quinto, era un amasijo sin vida que aún emanaba el arrojo del que decide su fin, el desprecio hacia el que observa sus restos, y eso, eso si que asusta. Sentí una punzada en la nuca, un escalofrío recorriendo la columna, una flojera de brazos y piernas y una descomposición que se impuso a mi estómago vacío e intestino descargado, pero porque era un suicida. Con el zapatero no me pasó, fue más bien una excitación, como cuando alguien te pita justo al abrirse un semáforo, o cuando tu equipo pierde la liga en el último minuto, te excitas, sí, te sube la adrenalina y te dan ganas de patearlos, de escupirles; yo podría haber meado en la cara de todos los cadáveres que vinieron después, menos en la de los suicidas, por dios, da grima pensarlo. Que inteligente Bermúdez.

Se alegraron en el barrio de que mi padre muriera. Era ferretero, y ser ferretero en El Valle equivalía a ser proveedor de destornilladores, mazos y navajas con los que se cometían todos los delitos en el barrio. Qué le vamos a hacer, si los delincuentes para sus cosas siempre han sido buenos pagadores. Total, al final traspasamos la ferretería, y al nuevo y moralista ferretero le pinchó un Monago y luego le metió fuego al local, que no ardió vivo de milagro. Después de aquello quiso mudarse al centro, pero como había quedado en la ruina tuvo que volverse al pueblo. No, no puedo recordar su nombre, pero sí que aquella vez no fue Enriquito el Malo. Fue otro Monago, no se cual, eran tantos, todos con el pelo largo, la cara sucia y los pantalones rotos.

Sí, cogí el dinero. Enriquito se puso tan nervioso con la sangre que olvidó la caja. Había unas seis mil pelas. Las J’hayber se quedaron allí.

—No mamá, no he podido recogerlas, es que han matado al zapatero­—.

Y claro, mi madre nunca fue a por ellas, porque pensaba que había que intentar no encontrarse con la esposa de un asesinado:

—Ni de casualidad, Anamari, te cruzas de acera y te haces la despistada, que eso da muy mala suerte, que esa gente te mira y te trae la muerte a casa—. Lástima, porque eran buenas amigas mi madre y la zapatera, pero sobre todo porque nunca volvería a tener unas J’hayber.

El resto de zapatillas de mi juventud se compraron los jueves en el mercadillo local. Sólo consigo acordarme de aquellas, flamantes aunque recauchutadas, y salpicadas de sangre en aquel viejo mostrador. Me las regaló Sara, la hija de Anamari, para mi primera comunión, un par de años antes de aquello. Era cuatro años mayor que yo, y no me hacía ni caso. Cuanto más me enamoraba más tartamudeaba en su presencia y más invisible me volvía a sus ojos. Vino a mi comunión porque mi madre trabajaba para la suya; estaba bonita con aquel vestido estampado. Le hizo gracia que aquel regalo me hiciera tanta ilusión.

Mi padre nunca supo que mi madre limpiaba en su casa. No lo hubiera permitido, le hubiera hecho sentirse poco hombre. Hasta es posible que hubiera pensado que mi madre era una fulana, que quería que el señorito aquel le pellizcase el culo, quién sabe. El caso es que mamá consiguió ocultarlo, y con el dinero que ganaba compraba tocino para el puchero, botellines de cerveza El Alcázar de los que llamaban Biscuter y jamón blanco loncheado para cuando venía de visita mi tía con su marido el médico. Además pagaba las deudas de mi padre en el Bar Bonoso, que creía que lo invitaban por buen cliente, y para qué negarlo, alguna vez se compraba un cartón en el bingo del Hotel Condestable con la esperanza de que el exiguo premio nos sacara de pobres.

Y es que El Valle era un barrio pobre, poblado por una variopinta masa de gentes fracasadas pero esperanzadas en que un golpe de suerte les sacara de allí y pudieran estrenar piso en el Gran Eje o la Avenida de Madrid y matricular a sus hijos en colegios de pago en los que solo pegaban los curas y no había drogas. Alternaban en sus bares obreros de la construcción, matarifes de Cárnicas Molina, gitanos que vendían género robado en sus puestos del mercadillo, camellos de poca monta, algún cura comprometido que dejaba abierta la iglesia para que los yonkis no pasaran las noches al relente, tenderos acuciados por las deudas, como mi padre, y excepcionalmente algún profesional independiente al que la fortuna empezaba a sonreír. Como a Manolo El Contratista, que se compró un Supermirafiori y la primera noche que lo aparcó frente a su casa le reventaron las ruedas y los cristales.




4 comentarios:

Porrito dijo...

Me gusta, me gusta. Que sí uqe cuando os ponéis localistas se or nota sensibles.
Lástima que lo tenga que terminar Pedantín.

Pedantín dijo...

Y por qué es una lástima?

Volti dijo...

Yo no creo que sea una lástima. Si alguien puede hacer de este comienzo una historia ése es Pedantín, que es el único que ha comprado libretas en Furnieles y ha corrido delante de Piturda. Que puede que fuera del Centro, pero del centro obrero, no como el Porrito, que era un extranjero del extrarradio señorito y piscinero.
Además, que si empezamos a criticar antes de empezar no llegamos a ningún sitio. Lo que pasa es que El valle no tiene tanta fuerza como Profilaxis, que si no hasta Porrito se hubiera animado. De hecho lo invito a que termine aquella, que le gustaba más, y Pedantín continuó pero no terminó. Regálanos un final para Profilaxis, Porrito, ahora que tienes tiempo y buenos duros.

Pedantín dijo...

Ahí, ahí, porrito, que mucho criticar pero poco aportar....

Dónde abandonas tus habilidades narrativas, que te llevaron a enamorarte (y enamorarnos) de brisas azules en la arena de la playa...?