lunes, 25 de febrero de 2008

Ella camina

Acude allí siempre que necesita reflexionar. Le parece un lugar amable. Camina en silencio, con su soledad como única compañía, y el paisaje le ayuda a contemplarse en la distancia, como si no fuera ella quien tiene el labio partido o el ojo morado, la que debe huir y no puede. Siempre pensó que aquel era un buen sitio, dotado de unas magníficas vistas de la ciudad desde unos jardines limpios, con fuentes tranquilas y estrechas acequias en las que el agua se remansa, salpicado de unas construcciones sencillas, geométricas, a las que la pátina del tiempo ha dotado de una atemporalidad que empequeñece su duelo. Por eso lo tomó como algo suyo, se siente su propietaria; si, ella posee ese lugar bello e inmutable, y eso le hace sentir más fuerte. Porque tiene dónde caerse muerta, a pesar de lo que diga Antonio. Hoy mismo podría caerse muerta y descansar en sus posesiones, entre cantos de jilgueros y parterres floridos.
Todo empezó hace ya seis años, cuando murió la niña, se sintió confortada paseando por aquellos senderos, y desde entonces acude a menudo y durante unas horas se agota entre los cipreses y luego puede descansar.

Antonio piensa que está loca, no que lo esté desde entonces, sino que lo estuvo siempre, él cree que aquello solo fue la chispa que encendió la llama de su locura, pero que ya existía, encubierta, latente como en todos los miembros de su familia y en sus amigas, que intentan enfrentarlos y hacen que solo consiga retenerla a palos, por el miedo, y eso que ella no es ningún regalo, que cualquier mujer sería feliz a su lado, y que van ya para seis años que no duermen juntos, que baje Dios y lo vea y diga si eso es un matrimonio.
Lo asume, él tuvo la culpa, se le escurrió como un pez y se la llevó una ola. Ella sólo pudo gritar ¡Ni se te ocurra! y en un segundo era ya tarde. Quizá el alcohol le hizo ignorar el peligro, la mar estaba picada y venía de fondo, sí, pero a él le pareció que podría ser divertido. Nadó, buceó desesperado, pero tuvo que ser Cruz Roja quien la encontrara. No han vuelto a ver el mar. Fue una imprudencia, o un desgraciado accidente, que mas da, a quién va a dolerle mas que a él, que perdió a su hija. Ella puede ir al cementerio siempre que quiera, puede decidir vivir como un alma en pena, pero él no está dispuesto a dejar que la culpa le ahogue, como debió haberse ahogado aquel día.

Ella pasea sin rumbo, abandonándose al deambular de su pensamiento, que dócilmente imitan sus pies. En ocasiones se detiene y curiosea alguna lápida, o recoje una flor y disfruta su aroma. A él no le gustan las flores, nunca la sorprendió, ni rosas, ni orquídeas, ni un sólo clavel para el vestido de gitana, ni de novios, cuando aún se querían. Una vez pensó en regalar flores a Antonio, pero sólo mencionarlo despertó su ira. Quizá lo vea como una sensiblería de ama de casa aburrida con ínfulas de mujer moderna y liberal , o peor aún, como una falta de respeto a su hombría. El caso es que en aquella casa que intuye a lo lejos nunca ha entrado una flor. Puede afirmar, sin temor a equivocarse, que las únicas que él compró en su vida fueron aquellas flores aciagas de una indigna corona «Anita García. De tus padres que no te olvidan». Como si fuera posible.

Antonio se siente bien, es difícil de explicar. Es joven aún y quiere vivir la vida. No puede soportar el luto constante, el estruendoso silencio, pues aun resultando contradictorio así le parece; tantas horas callados se convierten en un ruido insoportable que taladra su cabeza. Sus miradas perdidas le agreden. Procura no darle la espalda, pues esos ojos hueros en la cara ausente de la mujer a quien amó se le clavan en la nuca y entonces deja de ser él. Ese mudo y constante reproche le suelta la mano, jamás pensó que alguna vez pudiera amoratar aquellos hermosos ojos, ahora sin vida, y se arrepiente, y decide que no lo hará nunca mas, que él es un hombre tranquilo, que les une una pérdida dolorosa que debe ser un lazo firme pero delicado, como una cinta para el pelo de la niña, y no como una soga de ahorcado, rígida, áspera, dañina. Hasta que lo siente de nuevo, y entonces le parece entrever que ella sigue a su lado para poder recordarle por el resto de sus días que la mató, y que él la retiene, de alguna manera, para repartir la culpa, para aliviarse en su pena. Y se vuelve agresivo y todo empieza de nuevo.

Ella no se considera una mujer triste, allí incluso sonríe, piensa tan solo que ha sido desafortunada. Comprende que Antonio no acepte su necesidad física, casi innata, de pisar aquel lugar, de tocar la piedra fría y gastada, de escuchar el rumor del agua y algún llanto lejano que jamás ha interrumpido. No es por ver a Ana, ya no la visita, aunque nunca lo haya dicho para tener un buen pretexto. Sabe que es difícil de explicar, por eso lo evita, pero en el cementerio se siente en paz. Percibe mucho amor condensado entre sus tapias, es un sentimiento tangible que penetra por sus poros al acariciar un seto, que despierta su olfato con sutiles aromas, que le susurra al oído cantos aéreos, de aves invisibles que acompañan su caminar perdido. Le parece que la niña no está allí, que la ha dejado marcharse, que cada nicho sin flores es una cueva vacía, una criatura hambrienta como un hospiciano de posguerra. Antes no, antes iba porque necesitaba hacerle compañía, sentía la obligación de ocupar aquellos dos jarroncitos con flores frescas, de tener limpia la lápida. Hasta el día en que, sin saber porqué, se enjuició su carcelera. No fue un sentimiento trascendente, ni fruto de una reflexión buscada, fue como la revelación de algo obvio que no alcanzaba a vislumbrar su corazón cansado. Pensó que Anita seguía en aquella oquedad fría porque esperaba sus encuentros y en ese mismo momento decidió dejarla marchar. No ha vuelto a pasar por delante de su tumba, de su nicho vacío.

Hoy Antonio cumple años. Antes esperaba este día con ilusión, Ana le regalaba un dibujo y ella cocinaba aquella tarta cuyo sabor no recuerda, iban al parque, hacían el amor, se sentían inmensamente normales. Ahora no, nunca ha vuelto a tomar libre esta jornada. No quiere regalos, ni felicitaciones, la culpa se le encona mas este día. Como si de improviso se hiciera evidente que envejece sin ella; no es un día mas, es cargar otro año sobre su espalda molida de ausencia. Resulta extraño como determinadas fechas enturbian a las personas, las dotan de un significado ajeno fruto de alguna vivencia o recuerdo que transforma en desgraciado un día cualquiera. Para Antonio es hoy, doce de mayo, el día en que pierde la esperanza, la ilusión de un futuro mejor. No es el día en que murió Anita, ni el día en que hubiera cumplido un año mas, es hoy cuando se reprocha seguir vivo y que ella le falte. Como si cada año mas fuera un año robado, que no le pertenece, hurtado a su hija. Por eso estableció la rutina de su cumpleaños. Procura no hablar con nadie, come solo en la oficina y al terminar la jornada entra en un bar que le parezca triste y bebe las copas del derrotado. Volverá a casa de madrugada, llorando la borrachera, y mañana será otro día, se sentirá bien, aunque sea difícil de explicar, joven y con ganas de vivir la vida.

Ella se ha sentado en un banco tras dos horas de caminata, ha buscado un rincón apartado, umbrío, y ha dejado que su mente empiece a rememorar. El día en que dejó de visitarla abandonó todo su cariño allí. Descubrió que su amor hacia ella debía ser generoso, la dejó seguir su camino, y no consiguió llevarlo de vuelta a casa. Para ella todos los buenos sentimientos, todo el apego y la estima de miles de esposas, madres o hermanos han quedado en el cementerio, encerrados en una burbuja altruista, en una pompa de jabón que explotaría al traspasar su verja. Por eso no puede dejar de acudir, porque recupera los sentimientos perdidos, porque esa burbuja la envuelve y la embriaga, porque miles de corazones rotos la arropan y le regalan de nuevo la vida. Allí, sentada entre los despojos de tantos proyectos frustrados, y con su capacidad de amar intacta de nuevo, comienza a pensar en él. Hoy es su cumpleaños, volverá a casa bebido y ella se hará la dormida. Cuando le agarre la cara, desconsolado, y empiece a gritar ¡¿Por qué? ¿Por qué?! lo mirará con desprecio y será golpeada, con mas tedio que violencia. En ese banco piensa que sería bonito poder perdonarle, poder mirarle con cariño, abrazarle y arrullarle como a un niño, cantarle "duerme mi bien", velar su sueño acariciándole el pelo. Y que mañana fuera otro día, y volvieran a pasear juntos, cogidas las manos, porque él nunca fue un mal hombre, es solo un hombre vencido. Pero sabe que todo su amor quedará en la puerta del cementerio.

Él vuelve a casa caminando por calles dormidas, solitarias. Le envuelve el vaivén del alcohol y la derrota. Su cara, mojada por lágrimas que le parecen ajenas, ha envejecido de golpe, como si todos los cambios físicos que se suceden imperceptibles a lo largo de un año se hubiesen producido en un solo instante. Piensa en las horas que ella camina por el cementerio que los alejó, y en su propio caminar, etílico, por madrugadas que se suceden sin remedio. Acepta, a pesar de su embriaguez, que sus caminos les alejan mas cada día, que nunca desembocaran en el mismo sendero, y le apena, porque ella es una buena mujer que, a pesar de todo, sigue a su lado y cocina y plancha para su verdugo, aun con la cara rota y el alma descompuesta, quizá en respeto al amor que un día le tuvo. Entonces asume que debería dejarla marchar, que ambos merecen una oportunidad, aunque solo sea por no mancillar el recuerdo de aquello que una vez hicieron juntos, lo único bello y hermoso que les unió, por no deshonrar la memoria de Ana. Pero sabe que al llegar se encontrará con esos ojos acusadores que le llenarán de odio, y necesitará que ella siga ahí, para aliviar su culpa.

Frente a ella un nicho exhibe un ramo de flores frescas. Llama su atención, pues ella aprecia las flores vivas de los arriates, pero las prefiere marchitas ante las tumbas, así que se incorpora y se acerca a observarlo. Es un ramo primaveral, de colores cálidos, con astromelias, margaritas y gerberas. Le hubiese aliviado si se tratara de crisantemos, claveles o gladiolos, pues al menos denotaría cierta dignidad funeraria del carcelero. Observa la fecha «siete de enero de 1938 - doce de mayo de 2003». Es el aniversario de su muerte. Siente una punzada en el estómago al componer la situación acaecida quizá unos minutos antes. La viuda compungida, los hijos llorosos, tal vez varios nietos circunspectos portando las flores para el abuelo. Y él al otro lado, mudo en su cueva, intentando exprimir los minutos, desesperado en las sombras ante la certeza de su inminente soledad hasta el día de los santos. Lee el epitafio «Fernando Antúnez García (QEPD). "Fue un buen hombre"». Entonces sonríe. Acaba de decidir que ya es hora, que cinco años son demasiados para un agujero, así que acaricia la piedra y le habla. Vete Fernando, vete, olvida y sigue tu camino. Mientras repite esa frase como un mantra, acompasando las palabras como en un canto ancestral, liberatorio, vuelve a recordar a Antonio, vuelve a pensar en que hoy es su cumpleaños. Él fue bueno también. Así que toma el ramo y sale del cementerio.

Antonio hurga en la cerradura como si la llave hubiese engordado. Entra sudoroso, febril, y se dirige al cuarto de Ana. Lleva el pequeño ataúd blanco clavado en la mirada. Acaricia sus muñecos, sus dibujos, huele sus vestidos, que esperan eternamente colgados en el armario. Siente como le domina la rabia, el escalofrio por la espalda, los músculos en tensión y las orejas ardiendo. Piensa en su mujer, durmiendo en la habitación que fue de ambos, necesita enfrentarse a sus ojos vacíos. Abre la puerta de un empujón, pero solo encuentra una cama vacía. Sobre la cómoda un ramo de flores con una nota, en la que ella escribió, a modo de despedida «Descansa en Paz».

7 comentarios:

Pedantín dijo...

Querido Volti,

Me resulta tremendamente difícil escribir este comentario. Y es así porque realmente no sé cómo describir lo que he pensado y he sentido al leer las mejores líneas de este blog que empieza, gracias a ti, a rezumar arte y calidad por los cuatro costados...
No sabes cuánto me alegro de tu elección. Sabía que eras más capaz que nadie para conseguir esa prosa deliciosa, salpicada una y otra vez de un estupendo léxico castellano, huérfano de las estridencias del aguerrido poeta de los inicios... Madura y riquísima prosa, digo, ora ágil y directa, ora tranquila y aterciopelada, cómo si su ritmo quisiera a veces imitar y plasmar aún más la lacónica situación de sus protagonistas...
Magnífica introspección de los personajes... Sensacional el encuadre, como ella se nos descubre fundiéndose en el paisaje de sus paseos, y es éste un retrato psicológico perfecto, que no cae en tópicos manidos y que nos sorprende por su veracidad y cercanía, todo ello en un relato completo, perfectamente dibujado a través de las mentes de los dos protagonistas, lacerados por un pasado cruel y un presente en el infierno...
Pero lo verdaderamente extraordinario del relato es tu sello Volti, y yo sé cuál es. El impecable uso del símil, como desgranas metafóricamente la narración, deshaciendo cada pensamiento, cada sentimiento en una acuarela impresionista e impresionante. Volti, tú estás pintando con tu prosa:

"...que les une una pérdida dolorosa que debe ser un lazo firme pero delicado, como una cinta para el pelo de la niña, y no como una soga de ahorcado, rígida, áspera, dañina..."

Quiero que sepas, además, que uno de los párrafos me ha sobrecogido especialmente...

No abandones Volti, por nada del mundo. Sigue por ahí. Perdurar en nuestras gastadas plumas, al fin y al cabo, es un bonito anhelo, y tú, ahora, en este blog, lo has conseguido.

Enhorabuena.

Porrito dijo...

Maravilloso.
Al comienzo no sabía si me apetecía seguir: me daba la sensación de meterme en otro problemón que no es mío, no tenía ganas de sufrir otra vez, el ritmo invitaba a llorar. No sabía como ibas a conseguir que no terminara odiando tanto símil, epíteto y metáfora por haberme hecho sentir tan mal.
Después, como dice Pedantín, el ritmo lacónico te mete en la cabeza de los personajes, y llegamos a sentir como ellos, como ambos. Personajes muertos a los que sólo ese glorioso desenlace de libertad devuelve la vida

Porrito dijo...

Oye Pedantín.
¿Cómo que empieza? Que mis curries no rezumarán arte, pero a sabrosones no les gana nadie.

Pedantín dijo...

Cierto Porrito. Lo único que quería subrayar es el indiscutible peso literario que está ganando el Blog, siendo ejemplo magnífico esta última entrada, que para mí es la que tiene mayor calidad en términos puramente artísticos (técnica, argumento, y catársis...).

Ni que decir tiene que tus recetas son uno de los sustentos esenciales del blog, y me gustaría que siguieran apareciendo, sobre todo las "recetas viajeras", que son realmente divertidas y extrordinariamente comerciales como formato. (No olvidéis que estoy en plena campaña de difusión del Blog).

Anónimo dijo...

Mi capacidad crítica no alcanza la calidad de lo dicho en los anteriores comentarios pero a un servidor le ha encantado la historia y creo que en el fondo es lo más importante.

Es un lujo poder leer aquí al impresentable del Fae y es una pena que ande entre cuentas, cables y números.

Un saludito

Porrito dijo...

¡Anónimo!
Tu capacidad crítica alcanza para todo lo que tú quieras. No te dejes amedrentar por la prosa de Pedantín, que se llamá precisamente así porque es capaz de pedirte papel higiénico recitándote a Shackespeare.
Lo importante es que digas lo que piensas: si te gusta bien y si no también puedes decir que es una mierda y que este blog se está poniendo pasteloso.
¡ABRE TU CULO!

Pano dijo...

Me ha encantado el relato.
Uno de sus valores es que es lo bastante hondo y sentido como para mover emocionalmente al lector sin recurrir para ello a la sensiblería facilona, tópica y ñoña. Supongo que eso se consigue gracias a un estilo sencillo y directo y a que la narración resulta muy convincente y sincera, lejos de cualquier ambage, artificio o afectación.

Por otro lado, aplaudo el hecho de que ambos personajes sean presentados al desnudo y en profundidad. Conociendo, entremezclados, los sentimientos de los dos, el lector se implica tanto en el relato que, más que un mero espectador, se convierte en cierto modo en protagonista de la historia, lo cual es especialmente meritorio cuando el narrador, paradójicamente, queda fuera del discurso al utilizar no la primera sino la tercera persona para hacer su exposición.