martes, 8 de abril de 2008

El cochecito leré

Ayer los Titis estrenaron coche. Como viene al caso, pues de coches trata, os subo una historia antigua, de cuando aún no buscaba un 'delicioso' en las críticas de Pedantín.


Envidia

Martín era un tipo, de esos de nariz afilada y sonrisa permanente, que hacía temblar a sus amigos con sólo mencionar que pensaba estrenar coche.
Quizá nunca había utilizado el mismo más de dos años, debido al placer que le producía enseñar su última compra, —y porque me sobra el dinero, qué cojones— había dicho en numerosas ocasiones, como si tener pasta y ganas de exhibirla fuera una razón de mayor peso que el disfrutar de la conducción más que de cualquier otra cosa en el mundo.
No se conformaba con decir —a que es vacilón—, —va de narices—, o, —consume poquísimo, es un mechero—; sentía la necesidad de enseñar hasta el último detalle, de explicar la utilidad de hasta el más extraviado botoncito, llegaba a aprenderse de memoria la ficha técnica y le sacaba de quicio que su amigo de turno no comprendiese el significado de absurdas siglas como ESP o HDC, o que no conociese cualquier otro modelo de la misma gama con el que pretendía compararlo, en prestaciones, consumo, seguridad,… como si fuese una revista de automóviles el muy cabrón.
Además se empeñaba en probarlo, como si pensara que nadie sería capaz de admirar su compra sin ver el velocímetro con la aguja pegada al doscientos. Así que cada cierto tiempo, cumpliendo con su rutina, entraba con un nuevo acompañante en la autopista y pisaba a fondo el acelerador mientras explicaba el número y situación de los airbag —el muy cenizo. Y el acompañante ocasional siempre igual, con los nudillos blancos por la fuerza con que se agarraba al asiento, como si eso pudiera salvarle en el hipotético caso de que a Martín se le pasara por la cabeza probar en ese momento la seguridad del coche chocando frontalmente a doscientos kilómetros por hora; y sobre todo deseando que terminara la demostración y que se arruinara de una vez para no tener que vivir el mismo suplicio cada año y pico.
Martín llamaba a sus amigos y propiciaba encuentros con las excusas más nimias, con el único objetivo de cumplir con la tradicional demostración del coche nuevo. Cada noche iba tachando mentalmente de su lista a los que ya habían sufrido la charla y la prueba de rigor, y descolgaba nuevamente el teléfono para hablar con cualquiera de los que quedaban pendientes —cuánto tiempo sin vernos, ¿una cervecita y nos ponemos al día?—.
Cuando más disfrutaba era al acabar con la lista de amigos, entonces empezaba con la de conocidos, que entraban más fácilmente en el juego y demostraban mayor entusiasmo, con esa carita de envidia, los pobres.
Enrique pertenecía a esa segunda lista. Hacía mucho tiempo que no se veían, y Martín estaba seguro de que había aceptado su invitación a tomar unas tapas por el mero hecho de no tener que inventar una excusa —era tan apocado. No comprendía cómo hubo un tiempo en que llegó a relacionarse habitualmente con él. Le ponía enfermo charlar con alguien que nunca tenía nada que contar, que era incapaz de decidir lo que quería hacer y que se sonrojaba hasta al pedir la cuenta en una cafetería. Su mujer era diferente, demasiada mujer para Enrique, hermosa, alegre, desenvuelta. Había vivido mucho, incluso había perdido la primera falange del segundo dedo del pie derecho en uno de sus viajes, lo que para Martín le concedía un erotismo muy especial, porque la perdió en la boca de una piraña mientras nadaba en el Amazonas, lo que para él constituía la única forma digna de perder una falange, bueno quizás junto a perderla escalando en el Himalaya, eso sí, sólo en el Himalaya. Mercedes era para él una promesa de aventura, de vida loca, y no podía concebir que compartiera su vida con un tío como Enrique. Así que para él era importante enseñarle su nuevo coche, porque era una forma de decirle ‘aquí estoy yo’, de dejar claro que le gustaba el riesgo, la velocidad, y que un mierda como Enrique nunca podría ser un hombre como él, por mucha mujer que tuviera; —voy a acojonarte, vas a ver lo que es correr—, seguro que pensó.
Enrique, con su permanente cara de atolondrado, tocaba todos los botones con sus pulgares mientras mantenía firmemente sujeto el volante —parece una nave espacial—, decía mientras escuchaba atentamente las explicaciones que Martín le ofrecía desde el exterior de su flamante coche. Martín empezó a modular la voz, haciéndola más grave, cuando llegaba a la parte más espectacular de su demostración. Metió la cabeza por la ventanilla abierta y tecleó en el navegador la dirección de Enrique, mientras decía —ahora esta maravilla nos va a llevar solito a tu casa—. Enrique, incómodo, fijó la vista al frente mientras Martín rodeaba el coche para sentarse junto a él. De improviso, con un rápido movimiento, subió las ventanillas y bloqueó el acceso al coche. Martín, afuera, sonreía con una expresión de sorpresa, como preguntándose — ¿qué hace este loco?—. Una cara de horror borró su sonrisa al ver a través del cristal cómo Enrique, con toda la parsimonia del mundo, se bajaba los pantalones. Se puso en cuclillas, acomodando su espalda en la parte superior del asiento, y apoyando sus rodillas sobre el volante, y sin ninguna prisa, como si estuviera en su casa, cagó abundantemente, una buena cagada con generosa meada incluida. Martín golpeaba el coche desencajado, viendo cómo, sonriente, se subía los pantalones y aprovechaba para salir corriendo por la puerta que le quedaba al otro lado. Mientras era perseguido entre gritos de — ¡hijoputa!, ¡envidioso!— Enrique pensó que nadie sabría nunca que no sólo le había molestado que Martín conociese su nueva dirección, lo que le enfadó de verdad fue adivinar sobre la luna delantera las huellas casi imperceptibles de dos hermosos pies, separados una erótica distancia frente al asiento del acompañante, y sobre todo que el segundo dedo del pie derecho no hubiese dejado su huella. Porque —qué demonios— él quería a Mercedes, y además siempre había sido envidioso.

3 comentarios:

Pano dijo...

jajajaja ¡qué bueno! Final inesperado, con propina añadida. Ni me esperaba el nudo escatológico ni el desenlace "astado". No era envidia, no, mentirosillo... pero has hecho muy bien en ocultarlo para así crear un impacto aún más brutal.

Volti dijo...

Muchas gracias, Sr. Pano. Los comentarios que dejas en mis entradas van a terminar por obligarme a pagarte unas cervezas.
Por cierto, debes tener en tu correo una invitación para participar en el blog. Si te decides a hacerlo rogamos que abras una cuenta en gmail que se llame elpanoli@gmail.com para darte de alta y te pongas de coautor como Panoli. Es por seguir con la filosofía inicial del blog. Serás bienvenido.
Nota: No entiendo de vinos y aun así me dejan participar, así que no te preocupes por eso.

Porrito dijo...

Me gusta esta entrada. Ya me gustó hace un par de años cuando todavía tenías amigos poetas y queríais escribir siete relatos sobre los siete pecados capitales. No creo que le arranques un delicioso a Pedantín, pero sí que es divertido.